*) Enrique M. González Vilar Laudani

Hace un tiempo, en medio de una sequía dura, en varias ocasiones se prendieron distintos focos de incendio en el Cerro del Toro, en la maravillosa Piriápolis, cuyos orígenes aún no tienen certezas.

A medida que la gravedad del acontecimiento aumentaba, el peligro que se cernía sobre las casas, los edificios y el complejo Laderas del Cerro, era cada vez mayor, amenazando construcciones, vidas y futuro.

Finalmente se desató el infierno y las llamas alcanzaban grandes alturas, consumiendo a su paso toda clase de vida vegetal y dirigiéndose con rapidez hacia las casas más cercanas. Dotaciones de bomberos, policías, y funcionarios de todo tipo se sumaron para el combate desigual.

Los helicópteros iban y venían llenando sus recipientes con agua marina, para luego volcarla, en un pequeño intento (para el magno incendio) de apaciguar las llamas rugientes, hasta casi agotar el combustible, y cuando se acababa, luego de recargar sus tanques volvían al “campo de batalla” rápidamente.

También atronaban con sus motores y accionar, las grandes máquinas topadoras que buscaban hacer un “cortafuego”, limpiando sectores de árboles y arbustos, para así limitar el paso del fuego lo más posible. Este trabajo hacia que una franja, de alrededor de 12 metros, quedase casi sin nada que se pudiese encender a lo largo y ancho del monte, cercando el incendio.

El trabajo fue intenso y constante, pero aun así, de vez en cuando volvía a revivir una pequeña llama, con el peligro de volver a incendiar lo ya apagado.

Dejo para el final, y sin desmerecer a nadie ni nada de lo antedicho, lo mejor de lo mejor. Un innumerable grupo de ciudadanos comunes, que fueron llegando, a medida que el incendio aumentaba en gravedad, avisados por los medios de comunicación, el boca a boca o el llamado desesperado de sus familiares que tenían el fuego a metros de su casa.

En un principio fueron esos familiares los que se acercaron, luego otros que por solidaridad (aunque vivían lejos y sus casas no corrían peligro) sentían que debían estar ahí, donde otros los necesitaban. Vi turistas uruguayos y extranjeros que se acercaron para ver qué podían hacer. Me maravillé que muchos de ellos dejaron sus quehaceres, trabajos y la playa, para dar una mano desinteresadamente.

Pero lo que más me asombró, fue ver un verdadero “Cortafuego Humano” que atacaba con prontitud cualquier reinicio de focos de fuego. Eran cientos de personas (siendo un montón de ellos jóvenes entusiastas), de todas las edades, posiciones sociales, profesiones y con seguramente intereses disímiles, que se unieron en la ayuda al prójimo.

Fue una verdadera marea humana, armada con baldes, tachos, botellas y cuanto recipiente encontrasen a mano para impedir que el fuego avanzara. Los vecinos de las casas a las que el fuego acechaba y otros cuyas propiedades no corrían peligro, insertaron grandes mangueras para abastecer a este improvisado ejército humano, emulando (y a veces entorpeciendo un poco) el accionar de los especialistas.

En unos momentos, los varios grupos estaban expectantes, a la espera del revivir de las llamas, y cuando alguien gritaba “Vengan” (avizorando una llama que quería volver a encender el fuego voraz), todos corrían hacia el lugar, y así una y otra vez.

Esto sucedió durante horas. Hombres y mujeres de todo lugar, con las ropas tiznadas, las piernas y brazos raspados y heridos por los arbustos, en largas cadenas humanas (porque hasta subieron cerca de la cumbre), unidos por el bien común, desinteresadamente, velando más allá de sus familias y alcanzando con su brazo servicial al vecino que lo necesitaba.

Hubo muchos actos heroicos ese día, también risueños, en medio de la tragedia; y muchos actos de fe y esperanza. Embarcados todos en la misma nave, sin diferencias políticas, religiosas, sexuales ni futbolísticas que provocaran encono o vanas discusiones.

Qué bueno sería si aplicásemos algunas de estas sensaciones vividas a lo cotidiano y no solamente ante las grandes emergencias. ¿No podríamos unirnos para crear un gran “Cortafuego” que evite que las llamas del odio provoquen que nos dividamos, enojemos, despreciemos, insultemos y descalifiquemos mutuamente?.

¿Podría ser posible que comprendamos que tener ideas opuestas o diferentes no tiene por qué separarnos humanamente?. Ojalá que aprendamos a respetarnos en la diversidad y podamos empujar juntos para el mismo lado, el de mejorar nuestras vidas personales, nuestras familias, ciudad y país… ¿Qué suena grandilocuente el objetivo?, puede ser, pero fíjense que detalle… El cambiar para mejor el país es el último eslabón. El primero comienza por uno mismo… por pequeños cambios en nuestros sentimientos, pensamientos, acciones y palabras. Comencemos por esto. ¿Qué les parece? ¿Lo intentamos juntos?.

*) Periodista (Universidad Nacional de la Matanza - Bs. As. - Argentina). Director de Seminarios e Institutos en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días para las sedes Morón, Quilmes y Merlo (todo en Bs. As.).

Docente y Profesor en religión para jóvenes de 14 a 30 años. Director del Programa de Becas Educativas (FPE) de la Iglesia en Instituto SEI Merlo. Coach y Orientador Educativo en el mismo Instituto.

Todo esto fue realizado desde 1986 a 2013. Coach de Vida y Facilitador de proyectos personales (Estudios con la Licenciada Graciela Sessarego - Venezuela).

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