*) Mag. José Luis Corbo

“El contenido utópico más profundo de la televisión posmoderna adquiere un significado hasta cierto punto diferente, podría pensarse, en una época de despolitización general, mientras el concepto mismo de lo utópico como una versión política del inconsciente, continúa enfrentando el problema teórico de lo que puede significar la represión en tal contexto” (Frederic Jameson, 2001)

La idea general de la industria cultural esbozada por Adorno & Horkheimer, denuncia la aparición de un movimiento estético significado en las formas del noarte, es decir de aquello que se presenta  a primera vista como arte pero que gira sorpresivamente hacia lo burdo y liviano, desplazando el momento estético a partir de su aproximación mimética hacia los privados del arte “de clase”.

En ese sentido, la crítica descansa sobre la música y el cine muy particularmente. El auge del movimiento cinematográfico, muy especialmente en la primera mitad del siglo XX, se alza como el abanderado del nuevo producto, y se ocupa esencialmente de la construcción de la nueva utopía, la representación ficcional de una felicidad que, a través de la pantalla grande, se presenta como lo posible pero imposible, es decir como la prefiguración imaginativa que construye un universo paralelo al mejor estilo platónico: “lo que se ofrece no es Italia, sino la prueba visible de su existencia” (Adorno & Horkheimer, 2009).

Progresivamente el cine se reproduce en la televisión, trasladando su mundo ideal a la pantalla chica y delegando en ella la construcción de lo feliz, siempre obstinado en su rol de crear falsa conciencia en ese público que, a partir de la génesis de un producto especialmente pensado para ellos, descubre sus posibilidades de representación.

Es así como, durante muchos años, la televisión y el cine se ocuparon de construir una realidad, realidad que se sabe ficción pero que no la saben ficcional. La utopía televisiva, en su representación de lo perfecto pero creíble, dibuja un universo a pincel que permite -miméticamente- acceder a las mismas emociones que la vida real, que llora lo que hay que llorar pero que abre dramáticamente la puerta a las emociones de los finales felices.

Está claro además, que la producción de la industria cultural debe contener en su universo paralelo, el mayor número posible de similitudes con la vida del trabajador explotado, del obrero sometido. La vida de la pantalla es, en ese sentido, el espejo en el cual se mira el sujeto privado del “arte real”, donde puede verse a sí mismo y sentirse a sí mismo mientras el angelito bueno le dice al oído que los buenos tiempos se avecinan, que los finales son siempre felices y que, al mejor estilo panglosiano, es decir con el mismo optimismo del maestro del Cándido de Voltaire, lo convence de que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

Desde hace muchos años, a la producción (no) artística que habita la televisión, se le ha agregado el fenómeno de las noticias, pero con una suerte de lógica invertida: en lugar de representar todo lo que está bien, se ocupa de todo lo que parece estar mal.

Los noticieros, apoderándose del legado del cine en la pantalla chica, se acoplan a los procesos de construcción de realidad, magnificando y exagerando los males y exagerando también las soluciones, como alguna vez avisaba Chomsky.

La televisión ha sido durante muchos años el aparato perfecto para la construcción de falsa conciencia, superando su tarea inicial de adormecer al espectador con la zanahoria de la falsa utopía. No contenta con emocionar, se ocupa a su vez de reproducir ideología, de construir puntos de vista que se legitiman exponencialmente sin necesidad alguna de aproximarse a la realidad objetiva. El resto de los medios de comunicación parece ir de la mano, pero su fuerza es claramente inferior.

Solamente el internet parece ponerse a su nivel, manipulando a destajo la construcción de las subjetividades, creando necesidades innecesarias y promoviendo falsas conciencian que habilitan acaloradas discusiones. Parece que por fin, como decía Gramsci, todos somos filósofos, es decir todos tenemos una suerte de marco teórico que opera sosteniendo nuestras prácticas. El problema parece ser la génesis de ese marco teórico y los intereses para los que trabajan aquellos que se ocupan de la abnegada tarea de reproducirlo.

*) Licenciado en Educación Física. Magister en Didáctica de la Educación Superior. Posgrado en Didáctica de la Educación Superior. Actual Director Coordinador de Educación Física de CEIP Maldonado.

Integrante de la línea "La Educación Física y su Enseñanza" adscripta al grupo “Políticas Educativas y Formación Docente. Educación Física y Prácticas Educativas”.

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